El pasado del presidente ruso es el prisma empleado para analizar el inverosímil ascenso de un opaco agente del KGB a los escalones más altos de la política internacional. La miniserie de Nick Green incluye testimonios exclusivos como el de Tatyana Yumasheva, la hija de Boris Yeltsin, o la viuda de Aleksandr Litvinenko
El documental se estrenó en 2020, cuando Vladimir Putin cumplía 20 años en el poder y estudiaba una enésima reforma a las leyes básicas rusas para permanecer en el Kremlin muchos años más. Sin embargo, en los últimos días volvió a tener un pico de popularidad (en América Latina, en Flow y YouTube; para el público de España, en Movistar+) tras la invasión de Rusia a Ucrania. Se llama Putin: de espía a presidente (Putin: A Russian Spy Story), fue dirigido por Nick Green y la crítica lo celebró de manera unánime.
Con un formato de miniserie, esta producción de BBC (Channel 4) cuenta el ascenso al poder del político más mercurial de la actualidad en tres episodios que retratan una presidencia que parece un thriller de espías, que comenzó asombrosamente cuando un desconocido llegó al Kremlin y logró asumir el control y tuvo momentos asombrosos como su regreso al cargo tras cuatro años como primer ministro, en medio de una tormenta política que no ha cesado.
La primera entrega de 47 minutos, “El ascenso de Putin”, muestra sus orígenes humildes en San Petersburgo, donde sus padres habían sufrido los 872 días del sitio nazi (por entonces la ciudad se llamaba Leningrado) en el cual más de 1,2 millones de personas murieron de frío y hambre, y entre ellas uno de los hermanos mayores -el otro había vivido apenas meses- de Putin, a causa de una difteria. Desde pequeño se destacó por su agresividad en la escuela, y estaba a punto de pasar del bullying al delito cuando su entrenador de yudo lo sacó de una pandilla y le mostró un mundo que la daría la misma seguridad: el del deporte.
Así, salvado por la campana, llegó a los 16 años soñando con ser Max Otto von Stierlitz o Richard Sorge, algunos de los espías soviéticos más importantes del siglo XX. Pero en las oficinas del KGB de su ciudad le explicaron que no aceptaban voluntarios y que, si quería ser reclutado, debía mostrar sus talentos en el ejército o la carrera de derecho.
sí entró a la Universidad de Leningrado, donde por cada plaza había 40 aspirantes. Y llamó la atención del servicio. Era 1975 y tenía 23 años cuando se integró al KGB para formase como espía.
El segundo episodio, “Enemigos y traidores”, explora su ascenso en la política rusa, basada en una hábil percepción del orgullo y un fuerte criterio sobre la lealtad y la traición. Distintas voces coinciden en una línea básica: ese joven conflictivo, lleno de rabia y con pocos amigos, que compensaba su baja estatura con una audacia desbordada y una frialdad visible, moldeó su carácter en el KGB. “Él hace lo que le enseñaron a hacer”, dice Vladimir Kara-Murza, un opositor que fue envenenado por —está convencido— personas cercanas a Putin. “Manipular, mentir, reclutar, reprimir. Y parece ser bastante bueno en eso”.
Durante los periodos de Putin como presidente y como primer ministro, sus detractores y enemigos han tendido a los envenenamientos, y también a las muertes violentas. En 2006 Anna Politkóvskaya, periodista crítica de Putin en el conflicto checheno, fue acribillada en la puerta de su casa, en Moscú, y semanas más tarde, en Londres, el ex KGB Aleksandr Litvinenko fue hospitalizado por una intoxicación con polonio 210, un material radiactivo que le causó la muerte.
Su viuda, Marina Litvinenko, dice en la serie: “Todos somos el producto de nuestra experiencia, de nuestros orígenes y de nuestra educación. Vladimir Putin viene del KGB soviético, una de las organizaciones más represivas de la historia de la humanidad”.
El último segmento, “La política de Putin”, indaga en sus ambiciones de perpetuarse en el poder. En 2008, cuando la constitución no le permitió presentarse a un tercer mandato, impulsó la candidatura de Dimitri Medvédev para convertirse en su primer ministro y, evidentemente, gobernar por medio de su delfín. Pocos años más tarde, en 2012, volvió a presentarse y volvió a ser elegido entre acusaciones de fraude.
El documental evoca el proverbio ruso que dice “cuanto menos sepas, mejor dormirás” para analizar algunos eventos históricos del periodo, como el papel de Putin en la promoción del Brexit y su injerencia en las elecciones presidenciales que en 2016 llevaron a Donald Trump a la Casa Blanca. Llega hasta el presente al mostrar cómo, tras comenzar un nuevo mandato en 2018, Putin anunció reformas a la constitución rusa para perpetuarse en el Kremlin hasta 2036.
A lo largo de sus 141 minutos el documental de Green incluye materiales de archivo sobre la vida de Putin, además de testimonios exclusivos de personas que lo conocieron, el asesor político Gleb Pavlovsky o el ex KBG Vladimir Yakunin, y opositores que lo sufrieron. Por ejemplo, Tatyana Yumasheva, la hija del ex presidente Boris Yeltsin, por medio del cual Putin llegó al Kremlin, habla por primera vez con un medio británico. Expertos como la periodista Bridget Kendall, corresponsal de BBC en Rusia en los años claves de 1989 a 1995, o el embajador británico en Moscú de 1994 a 1998, Sir Tony Brenton, brindan análisis y contexto.
Si bien no faltan los contenidos, escritos o audiovisuales, sobre Putin, esta serie parece haber interesado al público por su enfoque meticuloso de una biografía opaca, que analiza motivos e influencias del pasado de este político singular para interpretar el presente, algo que se puede extender a su decisión de invadir Ucrania. Acaso la acción que no logró en su experiencia como espía —sus años en Alemania oriental fueron tediosos, más burocráticos que emocionantes, y concluyeron prematuramente con la caída del Muro de Berlín— es lo que ha procurado en sus quinquenios en el poder, persuadido —como se dice en el documental— de que “un sólo espía puede decidir el destino de miles de personas”.
El documental se detiene en un momento central de la vida de Putin: la conmoción y la confusión de los años que siguieron al desmoronamiento de la Unión Soviética. Putin se quedó sin medios de vida —según señaló Emmanuel Carrère en Limónov, condujo un taxi para mantener a su familia— pero encontró dentro de sí una resiliencia que les faltó a algunos de sus colegas, que se suicidaron. Un puesto menor en su alma mater le permitió acercarse a Anatoly Sobchak, alcalde de San Petersburgo, y regresar a las artes de la política en otro lugar.
Conoció a Nikolai Tokarev (actual director de los gasoductos rusos Transneft) o Matthias Warnig (ex Stasi, hoy a cargo de Nordstream) y otros nuevos ricos, los ascendentes oligarcas. Ellos mantuvieron su poder mientras que Sobchak perdió las elecciones en 1996: pensó entonces que acaso la democracia tan pregonada por el capitalismo occidental no era el medio más eficiente para prevalecer en Rusia.
ras la derrota del alcalde amigo probó suerte en Moscú, donde Yeltsin apreció su talento para obtener información sensible de personas importantes y facilitarle el kompromat, el uso de “material comprometedor” para asegurar lealtades. Muchos se escandalizaron cuando lo nombró su sucesor: Rusia necesitaba un líder que le diera estabilidad, y Putin era un buen FSB (la agencia que reemplazó al KGB) pero eludía la construcción de una imagen pública y carecía de carisma.
“Era imposible de entender siquiera”, dice a Green el ex editor de la versión rusa de Newsweek, Mikhail Fishman. “Ni siquiera le conocíamos la cara”. Y sin embargo.
En marzo de 2000, cuando obtuvo su primera victoria electoral, un equipo de periodistas registró el momento en que Yeltsin llamaba a Putin para felicitarlo. El heredero, inesperadamente, se declaró ocupado y prometió devolver la llamada. Una hora y media más tarde, cuando las cámaras se retiraron, no lo había hecho. El resto es historia.